El
protagonista del libro no es Platero, el borriquillo blanco de Juan
Ramón Jiménez, sino el mismísimo JRJ. Un joven escritor, de 25
años, que vaga sin rumbo por los alrededores de Moguer, su tierra, y
retrata a sus gentes y paisajes con mirada de poeta, sí, llena de
humanidad solidaria hacia todo lo que le rodea: Aguedilla, “la
pobre loca de la calle del Sol”, a la que le dedica el libro; los
niños pobres “a los que sus madres, ellas sabrán cómo, habrán
dado algo de comer”; y tantos otros a los que con frecuencia
ayuda…; las lecturas en el campo; los gorriones, sus hermanos
libres, “sin más Dios que lo azul”; el pozo, hondo y fresco, con
su higuera en el brocal; el ocaso que todo lo trastorna y lo hace
extraño; el canto del grillo, “embriagado de estrellas”… Pero
también el hondo malestar y rechazo que le causan las peleas de
gallos, “clavándose en saltos iguales los odios de los hombres”;
la hipocresía de don José, el cura, que remueve el cielo tirando
palabrotas y guijarros…
No
se trata, está claro, de un cuento infantil, sino de una serie de
estampas, escenas o pequeños cuadros repartidos en capítulos muy
cortos. En ellos nuestro poeta pasea solo o en compañía de Platero,
confidente de sus emociones, y expresa con simpatía, y tantas veces
ternura, el amor por su tierra y su infancia ahora recuperadas tras
unos años fuera. El poeta, el hombre real que es Juan Ramón,
idealiza, estiliza o evoca en estos cuadros; pero son escenas vividas
aunque embellecidas por el recuerdo, escritas a menudo en una prosa
rebosante de sensaciones todavía modernista.
Su
autor dejó escrito en la edición de 1914 escogida para los niños,
que Platero y yo: “estaba escrito para… ¡qué sé yo para
quién!..., para quien escribimos los poetas líricos.” Ahora han
pasado cien años, y Platero y su dueño siguen llevándonos de la
mano por los campos y callejas de Moguer.